Los/as niños/as no soldados

Nikita
Esta imagen pertenece a mi trabajo de los niños que son explotados en minas de coltán en República Democrática del Congo.
 
 
«…Quise ser niño pero no me dejaron. Nací para matar o morir. Ese era mi destino. 
 
Era un día frío. Cómo buen travieso me negaba dormirme. En el cuarto de mis padres sólo se oían discusiones muy tenues sobre temas que no entendía. 
 
Un día de junio de mis nueve años comencé mi adultez.
 
Se escucharon golpes estruendosos. Veo a unos hombres rompiendo la puerta de mi casa. No entendía nada. 
 
Mi primer imagen fue ver como arrastraban a mi mamá de los pelos, golpeándola, tirándola sobre la mesa, arrancándole su vestido, siendo violada. La tomaron entre tres rebeldes, se bajaron los pantalones y la violaron incansablemente. Ella trataba de defenderse y gritaba que se detuvieran, pero ya no era ella. El tiempo estaba paralizado, esos hombres constantemente riéndose trataban a mi mamá como cosa. Le rasguñaban la cara y senos. Yo estaba petrificado observando. No podía movilizarme. Me transforme en adulto mientras miraba a mi madre crucificada. Ella sólo lloraba. Eran aullidos y súplicas. Después eran sólo lágrimas que le corrían por las mejillas. Finalmente estaba en un silencio terrorífico. 
 
Mi padre intentó defenderla, pero prontamente le dispararon. Mientras le metían manos y penes en su dignidad, un charco de sangre fluía del cuerpo de mi padre tirado. Manchaban mis zapatillas. Mi padre agonizaba. 
 
En una profunda oscuridad, toman por última vez a mi querida mamá, la arrodillan y ejecutan. Y se ríen de que me orino. 
 
Allí vi como niño por última vez, a mi familia. Y quería correr junto con mi niñez. Un solo golpe fue suficiente para olvidar mi eternidad. 
 
Me desperté rodeado de desconocidos. No pude decir ni una palabra. Comenzaron a torturarme y violarme. Me tomaron de las manos y brutamente me insertaron palos en el ano. Era un dolor impensado e intolerable. Así se supondría que me haría hombre. También me quemaban la cara con cigarrillos. Y caía inconsciente. Y al despertar estaba de nuevo rodeado de desconocidos, y me cortaban las piernas. No comía. Nunca dije palabra alguna. Porque los hombres debían forjarse así, me gritaban reiteradamente. Y cuando aclamaba de dolor y súplica, la situación era mucho peor.
 
Cuando finalmente entregué mi voluntad ya llevaba seis días sin comer. Seis días de violaciones que hacían que me sangrara cuando intentaba defecar. Seis días de cortes, quemaduras, desmayarme, despertarme a las patadas.
 
Vomitar, diarrea, vomitar, diarrea. Esos fueron los primeros días de mi adoctrinamiento. Ya no tenía lágrimas. 
 
De repente me di cuenta de que era huérfano. 
 
Estaba tan famélico que comencé a comer insectos y chupaba hojas y pastos con esperanza de encontrar una gota de agua. Vomitaba, tenía diarrea, vomitaba. En el medio, gritos. Porque el adoctrinamiento no funciona si no te quiebran el alma. Olía asqueroso. Vómitos y diarrea, gritos. No había ningún otro niño. 
 
¿Ya era adulto? ¿Qué sería ahora de mi amigo de la escuela? ¿Se acordaría de que le gané el partido de fútbol? ¿Qué sería de mi casa? 
 
Sentía humillación y nostalgia. 
 
Cuándo quebraron mi orgullo, acepté sin dudar sostener un arma. Nunca había sostenido una. Pero repentinamente me sentí muy poderoso. Dejé de ser niño y humano. Dejaron de violarme y torturarme. Eran horas de caminatas. Eternas caminatas. Si tenía suerte, además de insectos, me daban de comer el animal que cazaran. Acá nadie sabía de mi escuela, ni de los partidos de fútbol que jugaba, no conocían a mis compañeros. Solo planificaban ataques.
 
Mi prueba de pertenencia ocurrió después de un mes, en el que me obligaron a matar a uno de ellos. Y entendí que si no lo mataba, iba a morir. Tomé el arma. Gritaban exaltados alentándome. Miré el rostro de ese joven sin alma, sin corazón. Sabía que su fin se avecinaba. Comenzó a llorar desconsoladamente, suplicándome. Le rogaba a dios, después me rogaba a mí. Los gritos agonizantes se mezclaban con la insistencia. Me temblaban las manos. «Por favor, Por favor» agitado me rogaba. Pero simplemente apreté el gatillo. En el momento en el que murió, morí con él….
 
Mi primer asesinato fue cruel, despiadado, pero ocultando los vestigios de consciencia y niñez. Cuando vi su cuerpo ahí, sabía que no había vuelta atrás. El olor a la sangre es más asqueroso que el de los vómitos y mi diarrea. Vomitar, diarrea, gritos, entrenar y asesinar.
 
Esa noche no dormí. Comencé a drogarme con cocaína. Casi ingenuamente. Me ofrecieron y estaba tan perdido que no lo dudé. Así sostenía mi moral bien alta, no dormía, entrenaba. Los vómitos y la diarrea cesaron. 
 
Mi ropa comenzó a caerse, estaba terriblemente flaco, ya no me reconocía.
 
Un día entramos a un poblado. Comencé a disparar. Ellos prendían fuego a las casas. Asesinaban a los hombres y niños. A muchas mujeres y niñas las violaban. Recuerdo entrar a un humilde hogar, uno estaba violando a una mujer. La mirada de ella era tan intensa y me recordó a mi madre, que no dudé, la fusilé. Sin vacilar.
 
Cuando asesiné a la quinta persona, ya no temblaba. Era un soldado. Ya no transpiraba. Ya no rezaba. No pedía los abrazos de mi mamá o los retos de mi papá. 
 
Asesiné a más de treinta personas. Sólo tomaba sus vidas cómo una inconsciente súplica de recuperar la mía. Era un soldado, adulto”
 
Me atreví a preguntarle » ¿qué se siente asesinar?» 
 
Creí que iba a ofenderse y no iba a responderme. 
 
Pero sorpresivamente suspiro y me narró «… Cuándo perdés a tu familia, te violan, te gritan, te niegan comida, te orinas y defecas encima siendo un niño….» 
 
Su mirada era penetrante, me observaba de una manera que me dolía, continúa «…empezás a creer que la vida que llevas es la normal. Era lo que tenía que hacer y lo hacía. A veces los remataba a machetazos. Caminaba con el olor a sangre en la ropa, me daba asco, pero después ya no me importaba. Era un objeto. No tenía esperanzas. No era nada, era mierda. Hoy soy otra persona. Pero ponete en mi lugar, no me juzgues… ¿qué harías vos?…”
 
No sé que haría yo, ni era quién debía juzgarlo. Después de todo exponer esa vulnerabilidad siendo hombre en ese país, hacia una mujer blanca, era un gran acto de confianza. Estaba impactada, jamás me había hablado de su pasado. Sentía sus palabras con una mezcla entre dolor y respeto. 
 
Ese hombre que tenía en frente a mí, ya no era ese niño soldado. Ya no era un asesino. Aún así creía que una parte de él jamás volvería a ser humana, había sido arrebatada ese junio.
 
Siguió relatándome su odisea. “Mi vida durante casi un año fue reiterativa. Tenía apodos que describían mi rudeza y crueldad. Pero un día fue diferente. Ingresamos a un poblado a robar alimentos porque ya hacía días que no teníamos. Y allí, la gente no fue débil. Comenzaron a devolvernos los disparos. Y nada fue fácil como había sido. Hasta entonces El coraje de la mayoría se terminó. Repentinamente siento un gran dolor. Me habían disparado en el pecho. El último recuerdo que tuve fue el de gritar “abrazáme mamá”. Quizás lo imaginé. Suspiraba agitado, quería escapar, pero me desmayé.
 
Me desperté en un hospital provisorio. No comprendía nada. No sabía si estaba vivo o muerto.
 
Vino una mujer con un chaleco de Unicef. Me explicó como posteriormente a ese masivo ataque, personal de la ONU que patrullaban en la zona, descubrieron que yo aún vivía, me cargaron en su camión y me trajeron dónde estaba. Y desde allí siguió el proceso de curación”
 
Sentía que el quería resumir la historia, que había sido un gran esfuerzo emocional explicarse. No quería insistir más. Sabía que era suficiente para entender su forma de mirar y enfrentar la vida.
 
Hoy tiene mi edad, una mujer y tres hijos. Vive una vida “normal”.
 
Este es el relato de mi fixer y amigo, uno de los primeros niños soldados rescatados de Sudán del Sur. El me permitió conocer la escuela “Seed of Wisdom” en Kampala, la capital de Uganda.
 
En esa escuela, que es bancada por una familia humilde, becan a niños/as rescatados en Sudán del Sur y el Norte de Uganda. Los/as ayudan para que no maten ni tengan que morir. Los/as contienen, educan para que esos niños/as, sean niños/as. Los maestros lo hacen con la esperanza de que esos futuros hombres y mujeres, esquiven sus destinos y jamás caminen con las manos ensangrentadas. Se los/as oye cantar, bailar. Los/as he visto en debates profundos incluyendo temas como la sexualidad. Allí sólo se respira felicidad. Yo me sentí muy feliz con ellos/as. Los/as acompañe durante tres semanas antes de cubrir otros países como Ruanda y República Democrática del Congo y después de terminar de cubrir. Me protegieron como si fuera uno de esos niños rescatados. Compartía su cotidianidad. Ellos dispusieron todas sus pertenencias y herramientas para que yo pudiera trabajar cómodamente. 
 
Los niños/as me esperaban cada mañana. Y me quedaba estudiando humildemente con cada grado porque nunca es tarde para aprender. 
 
Ojalá se transformen todos/as y cada uno/a de ellos/as en niños/as no soldados. 
 
Estos son algunos de los retratos que les tomé.
 

8 comentarios en «Los/as niños/as no soldados»

  1. Impresionante Pau! Se te estruja el corazón y se te anuda el estómago al leerlo. Es peor de lo que uno sabe qué pasa. Relatado como vos sabes. Gracias por transmitirlo. Impresionante… no tengo palabras.
    Espero con ansias la próxima historia…

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